Todos recordamos los nombres de Inti Sotelo y de Brian Pintado. Probablemente también el de Víctor Santisteban, asesinado por el gobierno de Boluarte en enero de este año (2023). En su caso podemos recordar, incluso, en qué avenida exacta falleció y con qué objeto usado como proyectil para impactarle la cabeza. Son muertos con rostro, con nombre y apellido. Muertos que son capaces de generar la indignación suficiente como para adquirir un espacio en los medios de comunicación, para merecer una investigación o, incluso, para hacer caer un régimen.

Pero en otros casos, cuando los muertos son los otros, los foráneos y distantes (porque hemos aprendido a verlos como foráneos y distantes), eso suele ser diferente.  Cuando condiciones históricas de centralismo y de un racismo profundo y normalizado confluyen con un oligopolio mediático y sus intereses económicos y políticos; entonces los muertos nos tienen rostro. Son etéreos. Los extras de una película bélica en la que solo nos importan los protagonistas. En nuestro contexto, es un ejemplo de ello la imagen de una videocámara del cadáver de Clemer Rojas García rodeado de militares, el 15 de diciembre pasado en Ayacucho; y que fue difundida en el Perú casi exclusivamente a través de medios independientes y redes sociales.

En Invisible # 10 se busca reflexionar acerca de lo que Foucault denomina “la condición de aceptabilidad de la matanza”. Es decir, de este carácter negativo de ciertos fallecidos- los invisibilizados de siempre- quienes a diferencia de los ocasionados por la violencia del Estado en Lima, terminan siendo apenas una cifra en los recuentos (porque Clemer es la décima víctima del regimen de Boluarte en los recuentos oficiales). 

Por ello, a partir de las escasas publicaciones de periodismo regional o independiente que mencionan explícitamente a Rojas o que cuentan la historia invisibilizada del cuerpo abatido en una calle, arrastrado por sus compañeros para ser abandonado junto a un grifo al recibir una segunda ráfaga de disparos- se realiza con un punzón manual una imagen en la cual la traducción en Braille de estos textos funciona como un filtro para la visión. Un filtro rugoso e imperfecto que necesita de una mirada y memoria activas.

Y de una proximidad táctil, para tocar/leer estos folios de duelo e injusticia como quien acaricia/evoca una herida.

Pd. Esta obra sobre la muerte es, por un lado totalmente distinto, personal para mí. Tanto ésta como una obra anterior fueron realizadas durante el periodo en que cuidé de mi madre, enferma de gravedad por un proceso oncológico. El repetitivo acto de presionar el punzón sobre la tablilla para cada uno de los 47 folios era, para mí, como el acto de tejer. Un acto monótono y casi inconsciente- y con ciertos errores tipográficos debido a mi impericia- pero en el que lo más importante era el tiempo, el permanecer. El repetir y el estar. De ahí, quizás, la ternura con la que quisiera evocar el acto de acercarse al braille. Porque toda comunicación es una cercanía a la vez que una despedida.